domingo, 15 de junio de 2008

El señor Faustino

Siempre digo que por mi trabajo tengo la suerte de conocer o presenciar muchas situaciones que de otra forma no me enteraría. O bien que no iría, porque no estaría obligado y lo más probable es que me quede durmiendo la mona en casa. Porque, la verdad, es poco probable que uno se mueva por santa curiosidad para ir a un campito a ver un partido de sóftbol entre dominicanos, un domingo y a las tres de la tarde. Y sí, a priori puede resultar muy todo lo que quieras, pero como no tengas que ir, no vas. Yo tuve que ir para escribir en el diario y fue toda una experiencia.

Jugaban tres equipos de dominicanos, dos de Burgos y uno de León: los Criollos, los Ángeles y los Tigres, respectivamente. La primera bola la iba a lanzar el cónsul de la República Dominicana, el señor Marcos. A las tres de la tarde, con amenaza de lluvia, el coso no aparecía. A mí ya me había llamado uno de los punteros que movía el tema una hora antes, para “recordarme” del evento, no vaya a ser cosa de que el señor Marcos se quedara sin foto en la prensa local. En la cancha, Los Tigres jugaban contra los Ángeles. Los suplentes estaban meta charla, cerveza y gaseosas.

Al rato llega una fila de autos que se mete en el campito y del primero se baja un tipo que entra a saludar a todos los jugadores: el cónsul. Ahí nomás se interrumpe el partido y todos se le acercan a jetearle cosas. El trato con el tipo era muy informal, nada que ver con los funcionarios argentinos, que no les tocan el culo ni con caña de pescar. El puntero que me había llamado empieza con un micrófono a pedir que se acerquen a una tarima que habían improvisado con unos tablones y algo que parecía una caja de sifones grandes. Donde había una bandera dominicana, le encajaron una encima que decía “Lionel”, el nombre del presidente dominicano. El cónsul empieza el discurso y no es que dice hola, buenas tardes a todos y arranca, sino que empieza a presentar con nombre y apellido a cada integrante de la comitiva que lo acompaña, incluyendo un par de periodistas de publicaciones dominicanas que tenían colgadas unas credenciales enormes, como si alguien les fuera a controlar el acceso en un campito de arena en Burgos.

Esto es un escenario y no macana, qué tanto lío. El cónsul es el de traje.

Yo estaba muy sorprendido porque no sólo que nombraba a todos, sino que además venía el correspondiente remate de aplausos. Primero el vicecónsul, después el presidente del comité de no sé qué, luego el representante del ocho cuarto y así hasta que llega a los periodistas que lo acompañaban. Yo cada vez más sorprendido porque nombraba también hasta a un fotógrafo, y de repente el cónsul se saca el aplauso para el representante de la prensa de Burgos, “el señor Faustino”. Yo no entendía nada, pero igual levanté la mano como para que supieran a quién mirar. Mi compañera de fotos del diario se cagaba de risa. Lo importante es que ya soy un Señor, y no lo digo yo, sino el mismísimo cónsul, que, hojaldre, no es un pinche cualquiera.

Menos los periodistas, todos los que iba nombrando se subían al “escenario”, que en un momento no daba lugar para nadie más y quedó hecho una U. La escena era muy buena. De un lado, la tarima de "autoridades" que estaba hecha un flan. Al frente, unos 30 tipos vestidos de jugadores de sóftbol y el resto del público. No tuvo desperdicio cuando se bajó el cónsul y tenía a las autoridades sobre la tarima con la mano en alto para tomarles solemne juramento de fidelidad al partido y a no sé cuántas cosas más, pero uno de los periodistas lo interrumpió para decirle al oído que el único que no tenía la mano en alto precisamente era él, así que volvieron a hacer el juramento pero esta vez con auténtica validez, puesto que el cónsul tenía la mano levantada también.

Esta gente sí que sabe pasarla bien. Se largó la música, el almuerzo y el baile. A la mierda con el deporte. Los jugadores le entraban a la cerveza como si nada. Yo había dejado en casa un pescado con papas listo para volver y calentarlo, pero me sirvieron un plato de arroz con frijoles, spaghettis con marisco, ensalada rusa y lechón asado. Todo eso apilado en un plato de plástico. Eran las cuatro y media de la tarde, pero al parecer todo el mundo fue sin comer. Dos jugadores ya estaban un poco verdes de cerveza y se meaban de la risa tirados en el suelo. Le pregunto al entrenador de los Tigres, uno de los pocos tipos callados del lugar, cómo pensaba hacer para parar a su equipo otra vez en la cancha. Niega con la cabeza y me mira con un gesto de resignación. No me dice nada. Le deseo suerte.

No sé si estos dos volvieron al ruedo...