
La última noche que pasé en Dublín nos juntamos con todos los amigos en casa. Pack de cervezas obligatorias, nos estuvimos cagando de risa hasta muy tarde, y salí derecho al aeropuerto sin dormir. Las valijas ya las tenía listas gracias a la ayuda de Inke, que impuso su método alemán en medio de mi desorden de siempre. Así que me despedí de todos los que se quedaron haciendo el aguante y me tomé el taxi medio dormido a eso de las cuatro de la matina. Como estaba fusilado y todavía me quedaban casi dos horas para las seis y media, hora del vuelo, me mandé derecho para el check in, cosa de dormir luego en la sala de embarque.
Entre que en los controles para embarcar perdí los desodorantes, la espuma de afeitar y otras cremas (me preguntaron cuatro veces antes, pero no les dí pelota), me olvidé que tenía que sacar toda la guita que tenía en la cuenta del banco en Irlanda. Si bien ya había transferido casi todo, el mismo viernes que me iba me hacían el último pago del hotel donde trabajé, que yo calculaba en 200 euros. Pero me tiré en la sala de embarque y me dormí un buen rato, hasta que ya era hora de meterse en el avión.
Cuando estaban llamando yo seguí echado porque siempre espero hasta el final. Cuando ya no quedaba casi nadie, no sé cómo pero me acordé del tema y caí en que ya no tenía tiempo de sacar el dinero a no ser que hubiera un cajero por ahí cerca. Por suerte, había uno más o menos a
La situación era: yo estaba a
Entre al avión en pleno éxtasis, no entendía nada. Es como cuando en un asado agarrás un vaso de soda y cuando lo tomás resulta que era Seven Up, ahh, es una cremita, está buenísimo (lo inverso ya es un bajón, porque si te esperás el trago de Seven y viene soda….) Pero en este caso, imaginen, eran como 10 mil tragos de Seven a la vez. Más exactamente eran